Todos quieren ser felices. Todos quieren que su vida tenga un “final feliz”. Queremos alcanzar nuestras metas, cumplir nuestros sueños, tener éxito y quedar contentos y satisfechos. El problema es que nos esforzamos para alcanzar nuestras aspiraciones como si nosotros mismos fuéramos los autores de nuestra historia. Todos intentamos “jugar a ser Dios” y escribir (o reescribir) el guion de la obra teatral de nuestra vida.
En la cuarta temporada de la serie “Once Upon a Time” (Érase una vez), el tema del “final feliz” adquiere mucha relevancia. En la serie, hay un libro de cuentos que controla todo lo que sucede. El destino de cada uno de los personajes está escrito de antemano por un autor desconocido. Los buenos tienen un final feliz, pero los villanos acaban en desgracia.
La acción ocurre en un lugar llamado Storybrook, un pueblo que existe en un mundo paralelo dentro del territorio de Estados Unidos. Todos los pueblerinos son personajes de cuentos de hadas de la literatura occidental, como por ejemplo, Robin Hood, el Capitán Garfio, Campanita, Blancanieves y Peter Pan (que en realidad es malo). Uno de los personajes principales es Regina, quien “solía ser” una reina malvada y creó Storybrook lanzando una maldición sobre los habitantes. Sin embargo, en las temporadas tres y cuatro, ella intenta reescribir su parte en el guion: deja de ser una mala persona y se vuelve un personaje bueno. De esa manera, tiene la esperanza de revertir su destino para poder tener ella también un final feliz (en particular, con Robin Hood, de quien está enamorada). El problema es que el autor del libro es desconocido y solo él puede cambiar realmente su destino y darle lo que ella quiere.
Observen el breve diálogo que tienen Regina y su hijo Henry acerca de su futuro.
Voy a hacer algunas observaciones sobre algunos comentarios específicos del diálogo y luego voy a concluir con algunas palabras acerca de la apologética cultural.
“¿No hay nada [en el libro] que te dé aunque sea una pista?”: La Biblia dice que hay una enormidad de pistas y rastros del Autor divino en los “libros” de la naturaleza (revelación general) y en las Escrituras (revelación especial). Según Pablo, no hay nada que necesitemos saber acerca de Dios que esté oculto. El gran problema es que nos rehusamos a admitir lo que ya sabemos. Suprimimos y reemplazamos la verdad (Romanos 1:18-32).
“Estaba viendo esas historias que hablan de mí…”: La observación de Regina demuestra lo que la mayoría de las personas sabe de manera intuitiva: hay un gran relato dominante y ese Relato tiene un Autor. La mayoría de nosotros también reconoce que cada uno tiene un papel individual en la obra de teatro de Dios.
“Me describen como una villana”: Es una declaración muy interesante. Por un lado, expresa la noción del destino o de la soberanía divina. A fin de cuentas, todos sabemos bien que no tenemos el destino en nuestras manos. No somos verdaderamente autónomos ni libres. Actuamos dentro del plano de nuestro destino y de nuestra verdadera naturaleza como pecadores. Por otro lado, Regina afirma que no es su culpa ser una villana. La culpa es del autor. Este sentimiento es endémico en la raza humana pecadora, que reclama que Dios es el culpable por la maldad y las desgracias del mundo.
“Las cosas nunca acaban bien para los villanos”: Esta afirmación presupone que se intuye la existencia de una ley moral y una noción de la responsabilidad ética. Regina sabe que, aunque el autor haya escrito su rol en la historia, al fin y al cabo ella es culpable de sus acciones crueles e injustas.
“Quiero encontrar al que escribió el libro”: Observen que ella dice “al que escribió el libro”. Toda historia presupone que hay un Narrador que la relata. Todo Diseño presupone la existencia de un Diseñador. Las ideas (tramas, narrativas y personajes) presuponen la existencia de un Intelecto.
“Quiero encontrar al que escribió el libro y hacer que… pedirle que escriba un final feliz para mí”: Esa afirmación es extremadamente arrogante. Es el lenguaje de la asertividad, de quien busca definirse a sí mismo y redimirse a sí mismo. No obstante —y a pesar de que lo hace de una forma retorcida y pecaminosa—, revela la consciencia de nuestra propia finitud y una necesidad desesperada del Dios de la eternidad. Sabemos que somos seres caídos y que necesitamos al Dios de la redención (Salmo 90).
“Es una locura, ¿no?”: No, porque fuimos creados a imagen de Dios. Instintivamente lo buscamos y nos deleitamos en su presencia, como si tuviéramos en el alma un GPS espiritual que nos guía a nuestro hogar en Dios. Esto también ilustra la verdad que expresa Eclesiastés 3:11: Dios puso “eternidad en el corazón del hombre”. Somos inherente e incurablemente espirituales. Estamos “configurados” para tener una relación con el Autor. Somos felices solo mientras cumplimos nuestro papel en la obra teatral divina. Deseamos disfrutar de la eternidad en el paraíso con Dios: nuestro final feliz.
“¡Es la mejor idea que hayas tenido! Hay que modificar el libro porque se equivoca sobre vos”: Traducción: “¡Redimirte a vos misma es una idea brillante! Realmente podemos modificar el libro. Solo tenemos que encontrar al autor y convencerlo de que acomode las cosas. Es obvio que está equivocado sobre vos. ¡Vos merecés un final feliz!”.
Este breve análisis es un ejemplo de la apologética cultural. No hay duda de que podemos disfrutar de los artificios de la cultura popular, pero no solo debemos consumirlos de modo desapasionado y sin discernimiento. También debemos evaluarlos y criticarlos, porque las ideas tienen consecuencias. Solemos convertirnos en lo que pensamos. Por ende, lo que pensemos o glorifica a Dios o lo deshonra.
Puesto que fuimos hechos a imagen de Dios, los productos culturales expresan las aspiraciones más profundas del corazón humano. Puesto que somos pecadores, los productos culturales expresan valores y hábitos orientados hacia la rebelión y el engaño. Por lo tanto, toda expresión cultural es una mezcla de factores. Transmiten perspectivas hermosas y sabias (gracias a la gracia común), pero también acarrean representaciones distorsionadas y vergonzosas de la verdad. Tal como dijo Pablo, suprimimos la verdad y la cambiamos por la mentira (Romanos 1:18-23).
Sin embargo, al igual que Pablo, cuando tenemos una formación teológica, podemos reestructurar los temas culturales dentro del marco de la cosmovisión bíblica. Podemos usar la cultura popular para demostrar la verdad del Evangelio de una forma persuasiva. Debemos aprender a hacer lo que Pablo hizo en Atenas, cuando citó a un poeta griego para explicar la revelación divina:
De un solo hombre hizo a todo el género humano, para que habiten sobre la faz de la tierra, y les ha prefijado sus tiempos precisos y sus límites para vivir, a fin de que busquen a Dios, y puedan encontrarlo, aunque sea a tientas. Pero lo cierto es que él no está lejos de cada uno de nosotros, porque en él vivimos, y nos movemos, y somos. Ya algunos poetas entre ustedes lo han dicho: “Porque somos linaje suyo.” Puesto que somos linaje de Dios, no podemos pensar que la Divinidad se asemeje al oro o a la plata, o a la piedra o a esculturas artísticas, ni que proceda de la imaginación humana (Hechos 17:26-29).
O cuando señaló a un ídolo y declaró con audacia:
Porque al pasar y observar sus santuarios, hallé un altar con esta inscripción: “Al Dios no conocido”. Pues al Dios que ustedes adoran sin conocerlo, es el Dios que yo les anuncio (Hechos 17:23).