Introducción al evangelio

Introducción al curso

Un antiguo dicho señala que hay dos cosas a las que nadie puede mirar a los ojos sin volverse loco: la gloria de Dios y la maldad humana.

En términos generales, hay dos hechos acerca de la existencia humana y el mundo físico con los que prácticamente todas las religiones, cosmovisiones, filosofías e ideologías están de acuerdo: somos seres caídos y finitos (Sal. 90:1-12).

En primer lugar, pese a la gran cantidad de bendiciones de esta vida, la realidad del mal y el sufrimiento indica que el mundo está averiado. A menudo las cosas no salen bien ni del modo en que las planificamos. Todo, sea animado o inanimado, se degrada y degenera. Envejecemos y morimos. La muerte es nuestro destino.

Las relaciones humanas tampoco funcionan bien. “El rasgo distintivo de la humanidad es la inhumanidad”. Basta con mirar apenas un momento las noticias vespertinas por la TV, leer los titulares de los periódicos, hablar con un vecino o simplemente tener un instante de sinceridad existencial frente al espejo para confirmar que la tristeza, las pérdidas y el sufrimiento permean nuestra vida.

Nuestra relación con el mundo natural está desequilibrada. Vandalizamos y despojamos la Tierra de su abundancia. Saqueamos, robamos, contaminamos y explotamos. No promulgamos políticas ni prácticas que sean sustentables en el largo plazo, pese a las promesas del “mito del progreso” o la “Política Verde”.

En segundo lugar, es evidente que no podemos superar nuestras limitaciones y fallas básicas. No podemos eliminar por completo nuestro egoísmo innato ni erradicar la falta de experiencia o las limitaciones del intelecto. No podemos cambiar ni los hechos de nuestro nacimiento, ni nuestra herencia étnica, ni muchas otras facetas y debilidades de nuestra identidad personal. Y pese a que aspiramos a una existencia divina, nuestras carencias en cantidad y calidad de conocimiento y nuestras falencias de personalidad nos impiden ser iguales a Dios. Incluso cuando contamos con un “sentido de divinidad” y manifestamos una “sed de redención”, no logramos alcanzar un estatus divino.

Los seres humanos somos como Ícaro, quien fue desterrado al temido Laberinto acusado de conspiración y deslealtad. Este personaje mitológico pensaba que la única forma de escapar de allí era volando. Por ello, preparó alas para sí mismo hechas de cera e hilos que enlazaban las plumas con las cañas, replicando las alas de los pájaros. Mientras huía, el vuelo afectó sus sentidos y comenzó a elevarse cada vez más alto. En un momento determinado, el calor del sol derritió la cera que unía sus alas y murió al caer desde una gran altura. Esta aventura prometeica finalizó en tragedia porque Ícaro pasó por alto las limitaciones establecidas. Su esperanza de autoredención lo predestinó al fracaso y la destrucción.

El evangelio de Jesucristo aborda el orgullo, la alienación y la destrucción de la condición humana, así como nuestra infructífera autoredención del laberinto del mal al estilo de Ícaro. El evangelio de Jesucristo trata acerca de “la gloria de Dios y la maldad humana”. Encara el problema de la maldad desde sus raíces: el pecado y Satanás. Restaura a la comunidad de la humanidad redimida a la comunión con Dios y restablece el paraíso como el tabernáculo eterno de Dios sobre la Tierra. En palabras de Apocalipsis 21:1-5:

¡Aquí, entre los seres humanos, está la morada de Dios! Él acampará en medio de ellos, y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir.

Esquema del curso

Semana Uno: Evangelio en tres Dimensiones
Semana Dos: Dimensión Personal
Semana Tres: Dimensión Corporativa
Semana Cuatro: Dimensión Cósmica 1
Semana Cinco: Dimensión Cósmica 2
Semana Seis: Ética del Evangelio
Semana Siete: Otros Evangelios
Semana Ocho: Revisión y Conclusión

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Curso entero – Gospel

Actividades entero – Gospel

Examen – Gospel