Jonathan Edwards, un teólogo norteamericano, predicó entre marzo y septiembre de 1739 acerca del plan eterno de Dios, en una serie de sermones titulada “La historia de la redención”. Le dijo a su congregación que quería explicarles, a partir de las Escrituras, el “gran designio” de Dios para la historia, bajo la premisa de que “este gran asunto de la redención no debería serles confuso”. Era importante, afirmaba él, que las personas conocieran el plan de Dios de modo que se volvieran “capaces de sumarse activamente a este designio y promoverlo”. Su convicción era que cualquier persona en cualquier punto de la historia podía tener seguridad de quién era, de dónde venía, dónde estaba situada, hacia dónde se dirigía y qué se suponía que debía hacer dentro del marco de la cosmovisión bíblica. Cuando aprendemos de qué forma Dios incluye cada una de nuestras historias individuales dentro de su gran plan, adquirimos confianza y esperanza, sentido y propósito. El artículo de hoy resume tres aspectos del “gran designio” de Dios en la creación.
“Como Edén”
Dios se propone restaurar y expandir su santuario hasta los “confines de la Tierra”, “como Edén”. Por ejemplo, en el Antiguo Testamento se retrataba la tierra prometida (Canaán) como un potencial nuevo Edén, un recinto sagrado en medio de un vasto territorio profano. Como Edén, que era una buena tierra bendecida por Dios (Gn. 1:10, 12), Canaán era una buena tierra, prometida a las tribus hebreas por su Redentor (Ex. 3:8; Dt. 1:25; Jos. 23:13, 15, 16). Israel fue llamado el “jardín de Edén”, el “jardín del Señor”, el “jardín de su delicia” y “un jardín bien regado”. Como Edén, Canaán era una tierra donde fluía “leche y miel”, donde el trabajo producía más que “cardos y espinas” o frustración y privación. Era un lugar de paz y plenitud donde todos podían comer y quedar satisfechos (Dt. 11:15; Sal. 22:26; Sal. 104:28; Is. 66:11-13) y, como Edén, estaba diseñado para ser una tierra de prosperidad donde todos disfrutaran de la generosidad de Dios y vivieran “seguros bajo su propia parra y su propia higuera” (1 R. 4:25).
El paraíso restaurado
Mirando mucho más hacia el futuro, los profetas previeron la renovación y restauración cósmica —de la naturaleza, de las relaciones humanas y de la relación de la humanidad con Dios— en términos edénicos. Isaías anticipó la existencia futura de un paraíso donde “el lobo y el cordero pacerán juntos” porque “rebosará la tierra con el conocimiento del Señor como rebosa el mar con las aguas” (Is. 11:6, 9). De forma similar, el capítulo 25 de Isaías predice que será un entorno libre de sufrimiento: “Devorará a la muerte para siempre; el Señor omnipotente enjugará las lágrimas de todo rostro, y quitará de toda la tierra el oprobio de su pueblo” (Is. 25:8). Además, en aquel tiempo habrá abundancia para “todos los pueblos”: “un banquete de manjares especiales, un banquete de vinos añejos, de manjares especiales y de selectos vinos añejos” (Is. 25:6).
Isaías 65 profetiza una regeneración, “un cielo nuevo y una tierra nueva” en términos edénicos, donde “no volverán a mencionarse las cosas pasadas, ni se traerán a la memoria” (Is. 65:17). En la “nueva tierra” volverá a haber prosperidad y seguridad: “Construirán casas y las habitarán; plantarán viñas y comerán de su fruto […] mis escogidos disfrutarán de las obras de sus manos” (Is. 65:17-22). Del mismo modo, el capítulo 66 anuncia un futuro de plenitud y abundancia: “Hacia ella extenderé la paz como un torrente, y la riqueza de las naciones como río desbordado” (Is. 66:12). Dios mismo consolará a su pueblo como “madre que consuela”. Él prometió: “Cuando ustedes vean esto, se regocijará su corazón, y su cuerpo florecerá como la hierba” (Is. 66:12-14).
Una patria mejor: la celestial
El Nuevo Testamento adopta y desarrolla estos temas. Por ejemplo, usando el lenguaje de Isaías, Pedro describió en su segunda carta la visión del Nuevo Testamento sobre “los confines de la Tierra”: “Pero, según su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en los que habite la justicia” (2 P. 3:13). El autor de Hebreos indicó: “Antes bien, anhelaban una patria mejor, es decir, la celestial. Por lo tanto, Dios no se avergonzó de ser llamado su Dios, y les preparó una ciudad” (He. 11:16). Del mismo modo, Hebreos 12:22 afirma: “Por el contrario, ustedes se han acercado al monte Sion, a la Jerusalén celestial, la ciudad del Dios viviente. Se han acercado a millares y millares de ángeles, a una asamblea gozosa”. Pablo escribió: “En cambio, nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador, el Señor Jesucristo” (Fil. 3:20).
En el libro de Apocalipsis, Juan describió el Edén restaurado y extendido a lo largo de la Tierra. Con los temas y el lenguaje tomados del Antiguo Testamento, Apocalipsis presenta “un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir” (Ap. 21:1). Juan escuchó lo siguiente: “¡Aquí, entre los seres humanos, está la morada de Dios! Él acampará en medio de ellos, y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios” (Ap. 21:3). Cuando esto ocurra, Dios “les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas [habrán] dejado de existir” (Ap. 21:4). La vida eterna será la herencia de aquel “que salga vencedor” (Ap. 21:7), que también será hijo de Dios por la eternidad (Ap. 21:7; Ap. 22:2). Habrá abundancia y belleza, porque “las riquezas y el honor de las naciones” (Ap. 21:26) serán llevadas al santuario, y habrá también “doce clases de fruto” del “árbol de la vida” (Ap. 22:2). Pero hay algo más importante aun: el pueblo de Dios adorará a Dios en su trono (Ap. 22:3) y “lo verán cara a cara” (Ap. 22:4) para siempre.
Por eso, como cristianos podemos afirmar con gozo y audacia que la misión eterna de Dios, su “gran designio”, realmente es una muy buena noticia. ¡El Edén eterno nos espera! Es más, incluso desde ahora, participamos de la recuperación cósmica que Dios está haciendo de la creación caída. El evangelio restaura para Dios a la comunidad humana y restablece el paraíso como el tabernáculo eterno de Dios sobre la Tierra. Las buenas nuevas de Jesucristo nos llevan a nuestra morada celestial, para que Dios sea glorificado en todo.