¿Puede usted imaginar cómo será el cielo? ¿Qué veremos allí? ¿Qué experimentaremos con nuestros sentidos? Además, ¿cómo será nuestra experiencia durante el estado intermedio, el tiempo entre nuestra muerte individual y el regreso de Cristo, cuando tendremos un cuerpo nuevo y glorioso? ¿Qué haremos entonces y de ahí en adelante en el nuevo cielo y la nueva Tierra? ¿Cómo será ver a los seres angelicales y habitar en un entorno saturado del Espíritu Santo? ¿Cómo nos sentiremos en la compañía de los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento? ¿Qué ocurrirá cuando nos reunamos con nuestros seres queridos (en especial nuestros esposos o esposas, si nos hemos casado de nuevo)? ¿Cómo experimentaremos nuestro encuentro con el Señor en persona?
Para estas y otras preguntas, las Escrituras apenas nos ofrecen un vago atisbo de respuesta. La Biblia registra manifestaciones de la gloria de Dios, apariciones de ángeles, el poder del Espíritu Santo y la resurrección del cuerpo de Jesucristo. Pablo dijo que fue llevado “al tercer cielo” y lo describió como un “paraíso”; pero dijo que vio y escuchó “cosas indecibles que a los humanos no se nos permite expresar” (2 Co. 12:2-4). De igual modo, Juan testifica que “vino sobre [él] el Espíritu” y recibió la visión que ahora llamamos el libro de Apocalipsis. Sin embargo, esta visión es difícil de entender y en muchos casos no sabemos qué es simbolismo y qué es realidad. El Antiguo Testamento contiene imágenes de la vida celestial, pero también son muy simbólicas (por ejemplo, Isaías 65-66 y Ezequiel 40-43).
Afortunadamente, Pablo describe la vida eterna de varias maneras que resultan de utilidad, tales como: “seremos salvados por su vida” (Ro. 5:10), la salvación será “gloriosa y eterna” (2 Ti. 2:10), alcanzaremos “honor e inmortalidad” (Ro. 2:7), obtendremos “gloria eterna” (2 Co. 4:17), “veremos cara a cara” (1 Co. 13:12), habrá “justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Ro. 14:17), tendremos conocimiento perfecto (1 Co. 13:12), “estaremos con el Señor para siempre” (1 Ts. 4:17), “reinaremos con él” en vida (2 Ti. 2:12, Ro. 5:17), “tendremos parte con él en su gloria” y seremos “coherederos con Cristo” (Ro. 8:17), y tendremos “herencia en el reino de Cristo y de Dios” (Ef. 5:5).
Mejor aun, la Biblia ofrece algo de información concreta acerca del estado celestial, al menos en cuanto al tipo de relaciones que vamos a experimentar. Primero, sabemos que el cielo se caracterizará por la santidad, porque Dios es santo y espera que nosotros también seamos santos (Lv. 11:45; 1 P. 1:16). Pablo escribió que Dios nos llamó “a la santidad” (1 Ts. 4:7). Hebreos dice que “[participaremos] de su santidad” (He. 12:10) y que sin santidad “nadie verá al Señor” (He. 12:14).
Segundo, sabemos que el cielo se caracterizará por el amor, porque Dios es amor (1 Jn. 4:8; Ro. 5:8), revelado a sí mismo en su Hijo, quien también nos amó (Jn. 13:1; 2 Ts. 2:16; 1 Jn. 4:20). Jesús testificó de sí mismo: “yo estoy en el Padre, y […] el Padre está en mí” (Jn. 14:10). Sabemos que Jesús amó a todos aquellos a quienes encontró en la Tierra; por ejemplo, se compadeció de aquellos que estaban enfermos y de luto (Mr. 1:41; Lc. 7:13; Jn. 11:35) y amó a sus discípulos “hasta el fin” (Jn. 13:1). Como la “fiel imagen” de Dios, Jesús testificó: “Así como el Padre me ha amado a mí, también yo los he amado a ustedes” (Jn. 15:9). Juan dijo que el amor de Jesús se demuestra en su muerte sacrificial en nuestro lugar: “entregó su vida por nosotros” (1 Jn. 3:16a). Más aun, esta clase de amor es el modelo para nuestra relación con los demás: “Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn. 3:16b).
Jonathan Edwards nos ayuda a imaginar la calidad de la vida eterna en el cielo. En 1738 predicó un sermón titulado “El cielo es un mundo de amor”, basado en 1 Corintios 13:8-10.[1] Edwards argumenta que el amor es una realidad que une dos mundos: esta era y la venidera. El amor en la Tierra es un anticipo del cielo. En contraste, Edwards también dice a qué se parece el infierno: es “un mundo de odio donde no hay amor”:
No hay ni un solo objeto allí que no sea odioso y detestable, horrendo y aborrecible. No hay ni una persona o cosa allí que sea bella o afable; no hay nada que sea puro, santo o agradable, sino que todo es abominable y despreciable. […] En el infierno, la rabia y todos los principios contrarios al amor reinarán, sin ninguna gracia restrictiva que los limite. Allí habrá soberbia descontrolada, como también malicia, envidia, venganza y contienda en toda su furia y sin fin, y jamás habrá la paz. Los miserables habitantes del infierno se morderán y devorarán unos a otros, y a su vez serán enemigos de Dios, de Cristo y de los seres santos. [1]
Al igual que la piedad, el amor también “es útil para todo, ya que incluye una promesa no sólo para la vida presente sino también para la venidera” (1 Ti. 4:8). El amor es transferible. Sirve como un puente que reduce la brecha entre este mundo y el venidero. Cuando amamos aquí, traemos el futuro al presente. Cuando amamos ahora, edificamos un mundo de amor y extendemos los límites de una nueva civilización, la ciudad de Dios (Ap. 21-22). Por esta razón, la eternidad es como la realidad presente de las relaciones. Más precisamente, las relaciones de amor (y santidad) en este mundo son una imagen de la calidad de vida en el cielo. La eternidad será la intensificación, la expansión y la purificación del amor los unos por los otros y hacia Dios. El evangelio consiste en declarar, establecer y desarrollar este nuevo mundo de afecto y santidad en todas las tres dimensiones (personal, eclesiológica y cósmica).
Mientras tanto, debemos practicar el amor en esta vida, porque el amor, singularmente, “incluye una promesa no sólo para la vida presente sino también para la venidera”. Edwards nos dice de qué manera hacerlo en el último párrafo del mismo sermón:
Si quieres caminar hacia el mundo del amor, procura vivir una vida de amor; de amor a Dios y amor a los seres humanos. Todos esperamos tener parte en el mundo venidero de amor y, por lo tanto, debemos abrazar el espíritu del amor y vivir una vida de amor santo aquí en la Tierra. Esta es la forma de parecernos a los habitantes del cielo, que ahora son confirmados en amor por siempre. Solo de esta manera podrás parecerte a ellos en excelencia y belleza y, como ellos, también en felicidad, reposo y alegría. Al vivir en amor en este mundo podrás parecerte a ellos, también, en paz dulce y santa, y así tener en la Tierra el anticipo de las delicias y placeres celestiales. De ese modo, además, podrás percibir la gloria de las cosas celestiales, así como también de Dios y Cristo y la santidad; y tu corazón estará dispuesto y abierto por santo un amor a Dios y por el espíritu de paz y amor a los seres humanos, hacia un sentido de la excelencia y la dulzura de todo lo que se encuentra en el cielo. Así, las puertas del cielo estarán como abiertas, de modo que su gloriosa luz brillará sobre tu alma. [2]
[1] Charity and its fruits [El amor y sus frutos], Carlisle, PA: Banner Of Truth Trust (2000), pp. 323-368.
[2] Ibídem, pp. 358-362.