En este momento, estoy escribiendo un libro (en inglés) sobre el pensamiento, donde examino la enseñanza del Antiguo Testamento acerca de la mente. El libro busca fomentar una espiritualidad que pone al pensamiento en el lugar que le corresponde. Explica qué es lo que Dios exige de sus mayordomos terrenales en lo que refiere a la intelectualidad. Mi deseo es que los lectores descubran cuán necesario es amar a Dios con la mente. Anhelo que este libro los anime a ejercer la piedad de la mente, a crecer en sabiduría y a desarrollar su intelecto para la gloria de Dios y para cumplir el mandato que nos ha sido encomendado en la tierra (Gn. 1:26).
Por desgracia, muchos de los potenciales lectores, probablemente, nunca lleguen a leerlo. Tal vez porque no les llama la atención un texto sobre el pensamiento que pueden prever que será largo y denso (de hecho, muchas de las personas a las que este libro busca instruir ni siquiera tienen interés por leer textos de ninguna clase). No se sienten cómodos frente a un análisis bíblico o una argumentación razonada. No les interesa leer un estudio sobre la mente desde la perspectiva del Antiguo Testamento. Les resulta irrelevante y tedioso.
Este tipo de lector en particular no dimensiona el papel central que cumple el pensamiento dentro de la espiritualidad bíblica. No reconoce los efectos que el pecado ha tenido en nuestras formas de razonar. Minimiza el intelecto y lo usa de formas indebidas. Desconoce cómo amar a Dios con la mente. Ilustraré a continuación cómo se manifiesta esto en la práctica.
En nuestros días, la actividad mental es sumamente —y urgentemente— necesaria, pero esta clase de cristiano no está dispuesto a realizar una reflexión profunda o a aprender con diligencia. Se resiste al discipulado intelectual. De hecho, a pesar de que la Biblia manda a todos los cristianos que honren a Dios con toda su mente (Dt. 6:5; Mr. 12:30), este grupo de cristianos está sumido en una profunda inercia que les impide obedecer el mandamiento.
Basándome en mi experiencia, observo que la inercia se manifiesta en tres grupos interrelacionados. El primer grupo deja ver una falta de virtud intelectual. Algunos padecen de una ingenuidad empedernida. Viven en una feliz ignorancia, pero por elección propia. No están dispuestos a sacrificarse para alcanzar el conocimiento. A veces, muestran curiosidad, pero sin compromiso ni disciplina. No están dispuestos a someterse a un programa de enseñanza ni a la tutela de profesores calificados. Muchos conciben la enseñanza como un autoservicio, donde ellos deciden qué tomar y qué no y definen el curso de su aprendizaje. Aplican una mentalidad consumista: “van de compras” en busca del conocimiento, los formatos de aprendizaje y los maestros que se ajustan a sus propias preferencias como “clientes”. Cuando el estudio se vuelve dificultoso o aburrido, se llevan su “capital” a otro lado. Prefieren alimentar su mente con comida chatarra.
El segundo grupo es el de quienes tienen un prejuicio religioso en contra de la intelectualidad. Se resisten al estudio y el conocimiento porque su tradición religiosa minimiza la teología o el pensamiento. O bien, el fundamentalismo les impide interactuar con otras culturas e ideas, o bien, atribuyen una importancia excesiva a la creencia en lo sobrenatural, al punto de que exaltan la declaración profética y la obediencia a la autoridad apostólica en desmedro del pensamiento analítico. Algunos caen en la trampa de las noticias falsas y las teorías conspirativas. No logran discernir entre las voces que llegan a sus oídos. Consideran que el razonamiento basado en las Escrituras y la educación superior son una pérdida de tiempo.
El tercer grupo es aquel que se rinde ante los patrones del pensamiento mundano. Abrazan de manera acrítica las cosmovisiones antibíblicas que expresa la elite culta y la cultura popular. Las demandas del entretenimiento, el consumo y el parloteo digital los dejan sin tiempo y energías para adquirir entendimiento. Son adictos a la trivialidad. No están preparados para leer, escribir o reflexionar de una manera más profunda. Cumplen el rol que el mundo les ha asignado: la simplicidad intelectual, la privacidad de su expresión religiosa y la espiritualidad subjetiva. Algunos, desde la ingenuidad, se fían de paradigmas posmodernos. Creen que el pasado es irrelevante, que la autoridad es cuestionable y que toda perspectiva es igualmente válida, o bien, creen que es necesario derribar toda estructura y reconstruirse en busca de la utopía.
Claramente, esta falta de conocimiento y discernimiento no honra a Dios ni manifiesta su gloria a través de nuestra mente. John M. Frame explica que Dios ha encomendado a los cristianos “la mayordomía de la mente y el intelecto”, a lo que agrega: “Es increíble que los cristianos estén tan dispuestos a identificar el señorío de Cristo en las cuestiones relativas a la adoración, la salvación y la ética, pero no en lo referido al pensamiento. Sin embargo, […] en las Escrituras, Dios demanda, una y otra vez, la obediencia de su pueblo en cuestiones relativas a la sabiduría, el pensamiento, el conocimiento, el entendimiento y afines”.
En el Antiguo Testamento, se nos muestra que fuimos diseñados para hacer uso del pensamiento. Nada obtenemos de aferrarnos a la ignorancia, la apatía y la necedad. No crecemos cuando nos limitamos a ser consumidores pasivos de las ideas y costumbres del mundo. Nos arriesgamos a caer en la asimilación y a perder nuestra identidad distintiva. Corremos el riesgo de volvernos simples peones, cómplices inconscientes, conspiradores de teocracias impías e ideologías efímeras. Si lo que queremos es, más bien, recobrar nuestro llamado profético y nuestra mayordomía, debemos empezar por adquirir un entendimiento renovado de la importancia de la mente.
Dios mismo creó el mundo de manera tal que toda la creación fuera una escuela. Cada aspecto de ella, del mundo natural, de nosotros mismos y de nuestras relaciones, es revelador. Todos los hechos y las realidades nos hablan de Dios. Todas las cosas, todos los encuentros y todas las personas son una invitación a pensar y aprender. Dios, el gran maestro, creó al ser humano para que fuera su aprendiz, un alumno hecho a su imagen. Somos homo discerns, la criatura que aprende. Los humanos fuimos diseñados para practicar la curiosidad intelectual y crecer en entendimiento. Necesitamos poner nuestra mente al servicio de Dios.
En los términos del Antiguo Testamento, es esencial demostrar nuestro amor a Dios con nuestra mente y aplicar nuestro entendimiento para bendecir a los demás. Tener una mentalidad clara y piadosa es un aspecto crucial de la identidad a la que aspiramos por haber sido creados a imagen de Dios. Desarrollar esta mentalidad conlleva un proceso de estudio diligente para transitar desde la ignorancia y la ilusión a la epifanía y la sabiduría. Todos necesitamos inscribirnos en la escuela de Dios.
El Antiguo Testamento desborda de intelectualidad. En él, encontramos un vasto vocabulario —además de otro tipo de expresiones— relativo al pensamiento y la argumentación. Dios habló a Israel en los días de Isaías y les dijo: “Venid ahora, y razonemos, […] aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque sean rojos como el carmesí, como blanca lana quedarán” (Is. 1:18 [LBLA]). Por otro lado, se nos dice cómo piensa el necio: “Todo su pensamiento es: No hay Dios. […] Dice en su corazón: No hay quien me mueva; por todas las generaciones no sufriré adversidad” (Sal. 10:4, 6 [LBLA]). El Antiguo Testamento no estima, de ningún modo, la necedad ni la ignorancia. Nos hace responsables de lo que deberíamos saber y de cómo deberíamos pensar.
Por lo tanto, el lector primario al que Proverbios llama “simple” o “inexperto” debe cuidar de atender con diligencia a las razones que Dios nos da cuando habla a través de la sabiduría personificada. Por un lado, la sabiduría dice:
¡Vengan conmigo los inexpertos! —dice a los faltos de juicio—. Vengan, disfruten de mi pan y beban del vino que he mezclado. Dejen su insensatez, y vivirán; andarán por el camino del discernimiento. (Pr. 9:4-6 [NVI])
Por otro lado, también declara:
¡Dichoso el que halla la sabiduría y se encuentra con la inteligencia! ¡Son más provechosas que la plata! ¡Sus frutos son más valiosos que el oro refinado! Son de más valor que las piedras preciosas; lo más deseable no es comparable a ellas. Con la mano derecha ofrece una larga vida, y con la izquierda ofrece riquezas y honra. Sus caminos son un deleite, y en todas sus veredas hay paz. La sabiduría es un árbol de vida para los que echan mano de ella; ¡dichosos los que no la sueltan! (Pr. 3:13-18)
¿Tenemos una mentalidad “simple”? ¿Somos “inexpertos”? ¡Aprendamos de las Escrituras! Dejemos que ellas nos enseñen cómo amar a Dios con toda nuestra mente.
Traducido por Micaela Ozores