Vivimos en una era en la que el movimiento intelectual, espiritual y social hacia el relativismo y el sincretismo convergen con gran poder e influencia. Muy a menudo, oímos fuera de la iglesia —e incluso dentro de ella— acerca de “evangelios” que proclaman a Jesús más tal cosa o a Jesús menos tal otra cosa.
En estos tiempos de pluralismo, la religión y la cosmovisión se han vuelto algo nebulosas. Los devotos se acercan a la esfera sagrada como si se tratase de una especie de buffet donde uno elige su plato según sus gustos y preferencias espirituales. En este contexto sincretista, las creencias se entremezclan y vinculan de acuerdo con modas, novedades y necesidades físicas. La tolerancia y el inclusivismo son presuposiciones dogmáticas.
Muchos dejaron de ver el cristianismo como una fe sobradamente única o exclusiva. Ahora es, simplemente, una maleza más del “jardín de dios” —una particularmente nociva—, no más que una variedad de una espiritualidad genérica. A causa de esta perspectiva, la mayoría de las personas, hoy en día, consideran que el cristianismo ya no es una fe plausible. Ya no atrae a las personas. Ya no tiene sentido. No es relevante para la vida cotidiana.
Necesitamos cultivar un sano escepticismo. Ya no debemos consumir de forma pasiva la información que nos llega desde la cultura popular.
¿Cómo debemos responder nosotros, los seguidores de Jesucristo, ante esta situación? ¿Cómo podemos demostrar la plausibilidad intelectual y la credibilidad existencial de nuestra fe? ¿Cómo haremos que nuestra generación preste oídos al Dios absoluto?
En primer lugar, debemos aprender a usar la mente de formas que honren a Dios. Debemos reunir información (aprender), buscar el entendimiento (estudiar) e ir en pos del discernimiento (reflexionar) de acuerdo con nuestras presuposiciones bíblicas. Del mismo modo, también debemos buscar identificar los pensamientos mundanos y erróneos dentro de nuestro propio entendimiento.
En segundo lugar, siempre debemos tratar de discernir las presuposiciones que subyacen a otras cosmovisiones y razonamientos. Podemos aprender a evaluar otras posturas desde nuestra propia cosmovisión y también, reflexionar sobre de qué manera evalúan nuestra postura las demás cosmovisiones a través de sus propias presuposiciones. Tenemos que aprender a comparar y contrastar, discernir y refutar, siempre que sea necesario. Debemos declarar, junto a David: “¡Cuán grande eres, Señor y Dios! ¡No hay nadie como tú! Tal y como lo hemos sabido, ¡no hay más Dios que tú!” (2 S. 7:22).
En tercer lugar, necesitamos cultivar un sano escepticismo. Ya no debemos consumir de forma pasiva la información que nos llega desde la cultura popular. El autor de Génesis no observaba pasivamente la cultura mesopotámica que lo rodeaba. El apóstol Pablo no afirmó pasivamente el pensamiento incrédulo de su contexto sincretista y ecléctico. Cuando estuvo en Atenas, “su espíritu se enardeció al ver que la ciudad estaba entregada a la idolatría. Por eso, en la sinagoga, discutía con los judíos y con hombres piadosos y también con todos los que, a diario, acudían a la plaza”.
Necesitamos buscar esa misma motivación inspirada por el Espíritu.
Debemos cultivar nuestras capacidades cognitivas y un corazón perceptivo que sepa comunicar la verdad de formas que atraigan la atención de las personas y, a la vez, transmitan compasión.
Traducido por Micaela Ozores