Los tres demonios más grandes

Hace años, escuché a un predicador que afirmaba que él sabía cuáles eran los tres demonios más grandes que hay en la iglesia (estaba siendo irónico, por supuesto). Todos teníamos mucha curiosidad y estábamos algo ansiosos por saber la respuesta. Cuando nos la dijo, todos quedamos un poco decepcionados, porque esperábamos alguna novedosa revelación del cielo.

Esos tres grandes demonios son: yo, yo y otra vez yo.

El egoísmo. El egocentrismo. El narcisismo. La vanidad. El ensimismamiento. El engreimiento. El autoengaño. La presunción. La arrogancia. La jactancia. La insolencia. La megalomanía. La excesiva confianza en uno mismo. La ostentación. La autocompasión. El capricho. La pomposidad. La petulancia. La glorificación de uno mismo. La deificación de uno mismo.

Más adelante, leí un libro que me ayudó a entender lo que intentaba decir ese predicador: The Kingdom of Self [El reino del yo] de Earl Jabay. El autor traía a memoria una conversación que tuvo con un paciente que luchaba con el egoísmo:

El problema es que usted quiere jugar a ser Dios. Ha intentado crear su propio pequeño mundo ubicándose a usted mismo justo en el centro. Dios no tiene lugar en su mundo porque usted ha tomado el lugar que le corresponde a él. Toda su vida relata la historia de cómo ha tratado de hacer las cosas según su propia voluntad y sus propios planes. Quería ser rey y erigió su propio reino. La realidad es que usted no es un dios, ni siquiera un rey. No es más que un ser humano común y corriente […].

El autor continúa diciendo algo que es importante para todos nosotros: “Usted es un rey que está jugando a ser Dios. Lo mismo soy yo. Todos lo somos. Ahora bien, usted fracasó como rey y yo también. Los dos fracasamos; de hecho, fracasamos también por nuestro fracaso constante”. En realidad, el libro de Jabay ilustra una fenomenología del pecado. Él describe la búsqueda de autonomía que constituye la raíz de todo pecado:

El tema de la autoridad —lo que podríamos llamar “jugar a ser Dios”— es el problema fundamental de la vida humana, y es tan simple que es casi insultante decirlo: consiste en buscar la respuesta a la pregunta: “¿quién es el número uno?”. Solo hay dos candidatos: Dios y quienes lo representan, y el yo.

Él sugiere que el reinado del yo se expresa en nuestro estilo de vida, nuestras actitudes y nuestros valores, por medio de siete prioridades: yo soy el poder; yo soy la verdad; yo tengo la razón; yo trasciendo el tiempo; yo soy el mesías; yo soy la ley; yo soy perfecto.

Un tiempo después, cuando cursé el seminario, aprendí más sobre la naturaleza del pecado. Descubrí que el problema va más allá de la definición clásica que hace hincapié en el mal comportamiento: “desobedecer la ley de Dios o no ajustarse a ella en algún punto”. Otra explicación más abarcativa es la que ofrece Louis Berkhof:

La esencia del pecado yace en que Adán adoptó una postura de oposición a Dios, se rehusó a someter su voluntad a la de Dios y a dejar que Dios determine el curso de su vida; Adán se puso en acción e intentó quitar el asunto de las manos de Dios, para determinar el futuro por sí mismo.

De igual modo, Herman Ridderbos explica que pecar es jugar a ser Dios o deificarse a uno mismo y así cometer idolatría: él habla de que “el hombre quiere gobernar su propia vida” o “quiere ser como Dios”. Así, aprendí que la raíz del pecado es la idolatría y, específicamente, la deificación del yo.

Génesis 3 explica que Adán y Eva hicieron una alianza con Satanás y actuaron, en consecuencia, con su aspiración a ser “como Dios”. Al afirmar su propia supremacía en cuando a conocimiento y ética, se exaltaron a sí mismos poniéndose en el lugar de únicos árbitros de la verdad, jueces supremos del bien y el mal, y verdaderos intérpretes de la realidad.

Al comer del fruto prohibido y codiciar el conocimiento escondido, Adán se hizo del derecho a redefinirse a sí mismo y proclamar una autonomía soberana sobre sí mismo. Se volvió autorreferencial a pesar de que carecía totalmente de la capacidad para serlo. Lo mismo sucedió con toda la creación, puesto que Adán y Eva asumieron la autoridad de redefinir la identidad de todo aquello sobre lo cual eran mayordomos.

En esencia, Adán y Eva conspiraron para obtener el privilegio que corresponde sólo a Dios: definir la identidad propia. Contando con una consciencia de sí mismos que acababan de adquirir y su aspiración a la soberanía sobre sí mismos, la primera pareja intentó “reordenar la existencia en torno al yo”, para volverse ellos mismos “su propio creador, sanador y sustentador”. Esto no es ni más ni menos que una deificación del yo, una forma de idolatría: elegir no vivir la vida según los términos de Dios, ni para Dios, ni por el bienestar de su creación.

La autonomía, la definición de sí mismos, el hambre de poder y la búsqueda ilícita del conocimiento equivalían a idolatrarse a sí mismos. Dicho en otras palabras, los actores originales de la gran obra de teatro divina se rebelaron e intentaron reescribir el libreto. Fueron arrogantes y jugaron a “ser como Dios” insistiendo en crear su propia cosmovisión y redefinir su identidad personal. Querían estar a cargo. No se atuvieron a los límites que les habían sido impuestos. No quisieron escuchar la voz de Dios ni reconocer su revelación, que los rodeaba por dondequiera que miraran. Hicieron caso omiso de Dios, escucharon una voz desconocida y así conspiraron contra su creador.

Sin embargo, según la cosmovisión bíblica, todos somos descendientes de Adán. Todos jugamos a ser Dios en el reinado de nuestro propio yo; pero, al igual que Adán y Eva, no tenemos el conocimiento ni el carácter para ser como Dios. Por eso, pecamos una y otra vez en lo mismo y recibimos las desastrosas consecuencias, que recaen sobre nosotros y sobre los demás.

Sólo hay un Rey, más poderoso y más sabio que nosotros, que nos puede librar de nosotros mismos y pagar el castigo de la maldad que cometimos al establecer nuestros propios reinados, traidores y alternativos.

Y desde luego, ese Rey es Jesucristo.

 

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