La avaricia: el cáncer del alma

«No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno.»
(Eclesiastés 2:10)

La avaricia es un instinto de supervivencia que surge como consecuencia del pecado de Adán y Eva. Desde que el ser humano fue expulsado del Edén y despojado de su seguridad y beneficios, la avaricia se origina en la preservación propia y en el miedo. Emana del corazón que aspira a ser “como Dios” (Gn. 3:15). No tiene límites. Se satisface en sí misma y se deifica a sí misma. Inspira el robo, la envidia y los celos. Motiva el acaparamiento de aquello que desea y despierta una actitud mezquina. Socava el compañerismo y la preocupación unos por otros en una comunidad. La avaricia es voraz.

También, es la distorsión del consumo necesario para la vida, que nos lleva hasta el punto de la obsesión. La avaricia motiva una ambición idolátrica, el deseo de alcanzar un estatus más y más alto. Nos incita a la lujuria, la glotonería y el hedonismo. Conduce a la persona a realizar actos atroces y a pronunciar palabras de envidia y celos. Inspira tanto al individuo como a la comunidad a “hacerse de renombre” mediante la conquista y el imperialismo, como sucedió en Babel (Gn. 11:4). Legitima la ambición por obtener recursos de todo tipo —humanos y naturales— para alcanzar seguridad y gloria.

Phyllis A. Tickle comenta: “La avaricia es el más social y, en consecuencia, el más político de los pecados”. Luego, describe la anatomía de la avaricia de la siguiente manera:

De la avaricia procede la ira; de ella fluye la lujuria; y de ella es de donde provienen la pérdida del sano juicio, el engaño, el orgullo, la arrogancia, la malicia, así como la sed de venganza, el descaro, la pérdida de la prosperidad y la virtud, y la ansiedad, de donde a su vez brotan la infamia, la mezquindad, la codicia, el deseo de realizar toda clase de acciones deshonestas, la vanidad por la casta y las condiciones de nacimiento de una persona, el orgullo por los estudios, la arrogancia por la belleza, la jactancia por las riquezas, una actitud despiadada hacia todas las criaturas, la malevolencia hacia todo y todos, la desconfianza hacia todos, la insinceridad hacia todos, la apropiación de los bienes de otras personas, el abuso sexual de las esposas de otros hombres, la aspereza en las palabras, la ansiedad, la propensión a hablar mal de los demás… todas estas acciones y actitudes proceden de la avaricia.

La avaricia también es la fuente de “todos los males”, puesto que surge a partir del “amor al dinero” (1 Ti. 6:10). Es una violación de los diez mandamientos, en especial, de los que conciernen al falso testimonio (Dt. 5:10), el robo (v. 19), el adulterio (v. 18), el asesinato (v. 17) y los deseos ilícitos (v. 21). “La avaricia provoca la envidia que, a su vez, provoca el odio que lleva a la guerra […]. Puesto que no hay límite a los objetos a los que está ligada la avaricia, la envidia jamás se sacia, sino que se gratifica a sí misma” (Encyclopedia Judaica).

La maldad de la avaricia se expresa en el Antiguo Testamento en la imagen de los ojos. Los “ojos del hombre” son insaciables y “jamás están satisfechos” (Pr. 27:20; cf. Ec. 1:8). El hombre de ojo malo busca evadir el impacto que el año de reposo podría tener sobre sus finanzas; endurece su corazón y aprieta el puño contra su prójimo (Dt. 15:7); no es generoso y es “mezquino de corazón” con los demás (Dt. 15:10; 28:54, 56). La persona de malos ojos es avara, ve todo como un artículo de consumo y mide cada aspecto de la vida basándose en la relación costo-beneficio (Pr. 23:6-7); suele tener prisa por hacerse rica (Pr. 28:22) y sus ojos no se sacian de sus riquezas (Ec. 4:8). Por otro lado, aquel que tiene “ojo misericordioso” es generoso y abre su mano liberalmente, ya que “[da] de su pan al indigente” (Pr. 22:9; Dt. 15:8, 11).

Además, la naturaleza insaciable de la avaricia se pone de manifiesto cuando el Antiguo Testamento censura la envidia (Job 5:2; Pr. 3:31; 23:17; 24:1, 19). El corazón envidioso nunca halla contentamiento ni descanso cuando ve que los demás prosperan. Se siente celoso y amenazado (Gn. 26:12-16). Es tacaño e indiferente con el necesitado. El Salmo 37 ilustra al de ojo malo o envidioso como aquel que “[derriba] a los pobres y necesitados” (v. 14) y aquel que tiene riquezas (v. 16). Por eso, el justo nunca debe sentir envidia de “los malvados […] que practican el mal” (v. 1) ni de “la prosperidad de los impíos” (Sal. 73:3).

En el Nuevo Testamento, Jesús dijo: “Manténganse atentos y cuídense de toda avaricia, porque la vida del hombre no depende de los muchos bienes que posea” (Lc. 12:15). Él equiparó la avaricia con la auto indulgencia y la maldad (Mt. 23:25; Lc. 11:39). Citando a Jeremías (Jer. 7:1-11), dijo acerca del templo: “Está escrito: ‘Mi casa será llamada casa de oración’, pero ustedes han hecho de ella una cueva de ladrones” (Mt. 21:13). Pablo escribió que la avaricia es parte de “todo lo que sea terrenal” (Col. 3:5).

En resumen, para la criatura caída y finita que desea “ser como Dios”, la avaricia es una virtud necesaria, aunque vana y fútil. Como proclamó con seguridad Gorden Gekko, el inescrupuloso bancario de la película Wall Street (versión original): “La avaricia es buena”. La codicia es una característica de utilidad maquiavélica en un mundo condicionado por el pecado: nos otorga un poder crucial para la búsqueda incesante de asegurar el futuro y “hacerse un renombre” para uno mismo y para su sociedad.

Sin embargo, la avaricia contiene un principio contradictorio, un revés que es inherente a ella. Al igual que los cangrejos en una cubeta, nadie puede salir de ella, porque cuando uno se levanta, los demás lo tiran para abajo otra vez.

¿Alguno sufre de este cáncer del alma llamado avaricia?

¿Tu corazón está dominado por la codicia que fomenta el consumismo?

¿Estás luchando contra la envidia o el orgullo por tus posesiones y logros?

¿Estás intentando “ser como Dios” para asegurarte un futuro de comodidad?

¿Estás esforzándote por “hacerte un renombre”, para alcanzar una autoimagen o un legado positivos?

 

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