Hace poco tiempo, leí un libro de divulgación científica titulado The Secret Body (El cuerpo secreto), escrito por Daniel M. Davis. Hubo un capítulo que me resultó particularmente interesante: “El cerebro multicolor”. En ese capítulo, Davis describía los estudios sobre el cerebro en los siguientes términos: “La dificultad de la incógnita [de cómo funciona el cerebro humano] —y la importancia de resolverla— no se compara en dimensiones a ningún otro problema planteado en toda la biología o, tal vez, en toda la ciencia”. Luego, Davis prosigue describiendo la asombrosa complejidad del cerebro:
El cerebro humano está compuesto de 86 mil millones de neuronas; del cuerpo celular de cada una de ellas se desprende una enorme cantidad de largas y delgadas fibras: las dendritas (prolongaciones de la célula nerviosa que permiten que la neurona reciba señales) y el axón (que permite enviar señales hacia afuera de la célula). En su conjunto, todas esas 86 mil millones de neuronas están conectadas entre sí por 100 billones de sinapsis. Cada uno de esos puntos de contacto permite que los mensajes se transmitan de una célula a la otra. […] Es decir, si quisiéramos trazar un diagrama completo de todas las conexiones que hay entre las células del cerebro humano, necesitaríamos incluir tantos datos como los que hallamos actualmente en todo el contenido digital del mundo entero.
Otro comentario que me pareció especialmente digno de consideración es el siguiente:
Dentro de tu cabeza se encuentra el objeto más complicado del universo conocido. […] Se trata de un objeto pequeño, pero responsable de la creación de todo el arte y la cultura, de la invención del dinero y de las bombas, de todo lo que la humanidad le ha hecho al planeta a lo largo de la historia y de la extinción de innumerables especies, sin mencionar la producción de nuestras emociones, recuerdos, sueños, relaciones personales y lo que tal vez sea el mayor de los misterios: la conciencia de la propia existencia individual, la formación de una identidad propia y la experiencia de tomar decisiones.
Claramente, necesitamos cuidar y nutrir este invaluable recurso. El cerebro es un elemento de crucial importancia para los seres humanos, puesto que somos criaturas hechas a la imagen de Dios. Sin duda alguna, en miras del mandato que nos ha sido dado —ser vicerregentes de la creación (Génesis 1:26-28)—, debemos poner este “complicado objeto” al servicio de Dios. Es a él a quien pertenece; nosotros solo somos responsables del uso y desarrollo que le damos. Somos mayordomos de nuestro cerebro.
Dios creó un mundo diseñado para la morada de criaturas inteligentes. Hizo seres sintientes y los dotó de deseos intelectuales, imaginación y aspiraciones de sabiduría y conocimiento. Servir a Dios sin hacer uso de las capacidades cognitivas que él nos dio es sencillamente inconcebible.
La Biblia demuestra que hemos sido diseñados para abrigar curiosidad intelectual. Dios quiere que nos hagamos preguntas y que busquemos las respuestas en su revelación. En efecto, Dios creó el mundo entero como una escuela donde toda experiencia es una invitación a pensar y aprender. Cada aspecto de la creación, del mundo natural, de nuestras relaciones y de nosotros mismos es revelador. Todos los hechos verdaderos nos hablan de Dios.
Dios, el gran maestro, creó a los seres humanos como alumnos: a su imagen y dotados de un cerebro con grandes capacidades. Por lo tanto, es esencial que demostremos nuestro amor a Dios ejercitando nuestra mente y, luego, usando el entendimiento adquirido para bendecir a otras personas. Cultivar una mente piadosa, que produzca pensamiento sólido y congruente, es un aspecto crucial del servicio a Dios e implica someternos a un proceso de estudio diligente, a fin de superar la ignorancia y la ingenuidad y crecer en entendimiento y sabiduría.
Las Escrituras revelan que los seres humanos somo homo adorans (criaturas que adoran), creados a la imagen de Dios, diseñados para amar y servir; pero también somos pensadores: homo sapiens (reflexivos y conscientes de nosotros mismos), homo discens (aprendices dotados de curiosidad intelectual), homo quaerens (seres inquisidores que se hacen preguntas), homo imaginans (seres capaces de imaginar y crear) y homo faber (seres capaces de construir y organizar).
Todos estos maravillosos atributos requieren la posesión de un cerebro. Como cristianos, tenemos el deber de desarrollar nuestro inmenso potencial intelectual. Ninguno de nosotros está exento: todos y cada uno de nosotros debe hacerlo, indiferentemente de su capacidad intelectual o de sus logros académicos. Todos somos mayordomos del potencial cognitivo y el nivel educativo que poseemos.
¡Pongamos nuestro hermoso cerebro al servicio de Dios!
Traducido por Micaela Ozores