Por Jaroslav Pelikan
(tomado del discurso de graduación de Wittenberg University, 1960)
Publicado en junio de 1961 (vol. XXVI, Nro. 8 pp. 8-10) en The Cresset
*Por favor, lea con detenimiento los siguientes extractos del discurso*
Hubo un tiempo —y fue un muy buen tiempo— en que ser intelectual significaba ser cristiano. Estas palabras describen un escenario que ya no existe. A juicio de muchos, ser intelectual hoy en día significa ser lo que sea excepto cristiano, opinión en la que, por extrañas razones, tanto el secularista fanático como el sectario fanático, concuerdan. Esta mañana nos hemos reunido aquí porque creemos que este juicio es erróneo.
Toda institución que esté comprometida, tanto con la academia como con la cruz, debe prestar especial atención al dilema que plantea la figura del intelectual cristiano, el creyente no tan simple, el hijo de Dios que ha dejado el jardín de infantes […]. Si el mundo identifica la piedad con el sentimentalismo y la ética del reino de Dios con el conformismo, es tiempo de pintar un nuevo retrato del intelectual cristiano para que todos lo vean.
Lo que las personas quieren hoy en día no es que haya intelectuales cristianos, a quienes tanto la Iglesia como el mundo repudian. Sin embargo, bien puede ser que eso sea lo que las personas necesiten, ya que la iglesia que no cultiva la mente y el pensamiento es una iglesia que traiciona su propia y grandiosa tradición […].
Una pasión por el ser
El intelectual cristiano está dotado de una pasión por el ser. Cree que, por el poder del Dios que creó todas las cosas y las sigue haciendo nuevas cada día, todas las cosas son buenas en esencia, inmunes a las fuerzas destructivas.
No obstante, si realmente creemos lo que confesamos al recitar el credo cristiano, que Dios es el “Creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas visibles e invisibles”, necesitamos recordar el debate que libró la Iglesia en sus primeros siglos de vida para afirmar y defender esta confesión contra quienes vinculaban el pecado con el mundo material. El problema del mundo, según sostenían, es que está hecho de materia y la materia es intrínsecamente mala. En contraste con esta postura, la fe cristiana declara que el mundo material es intrínsecamente bueno, a pesar de lo invadido que pueda estar por el virus del pecado y la maldad. Puesto que el mundo es intrínsecamente bueno, debemos valorarlo tal como lo merece por ser la buena creación de Dios.
Dado que es la buena obra de Dios, el mundo material está investido de su santidad y es el objeto de su amor constante. Por muy caído o destrozado que se encuentre, aún se halla en él “la más querida frescura, bien en lo profundo de las cosas”. El intelectual cristiano, más aun que sus hermanos creyentes, es aquel que reconoce esta frescura y ama las cosas materiales del universo, considerándolas no un sustituto sino un corolario de su amor a Dios.
Amar a Dios es amar lo que Dios ama, y amarlo con pasión y fervor. El intelectual cristiano tiene, sobre sus hombros, la responsabilidad de ejemplificar esta pasión por el ser en su vida y pensamiento, de modo que los hombres levanten la mirada de sus artefactos y contemplen, más allá de sus pancartas, la grandeza de Dios.
Lo invito a que vea los videos en la página de Pensador Cristiano.
La admiración por el lenguaje
La causa cristiana depende del lenguaje y, sin él, la vida de la iglesia sería imposible […]. De hecho, gran parte de la historia de la teología […] consiste en la historia de palabras: el origen de términos teológicos que, muchas veces, radica fuera de la tradición cristiana; la aplicación de estas palabras a la revelación cristiana y su consiguiente perfeccionamiento y clarificación; la tergiversación de esas palabras a manos de la superstición popular.
Cuando el Dios del universo, el Señor de cielo y tierra, decidió darse a conocer al ser humano, le habló por medio de profetas; y, cuando los primeros cristianos buscaron describir lo que Dios había hecho con ellos y por ellos a través de Jesús, llamaron a Jesús el Logos, es decir, la Palabra y Mente de Dios. Por lo tanto, el intelectual cristiano sabe que la capacidad humana para el habla yace en el centro de su unicidad. Tanto las miserias como la grandeza de la humanidad están ligadas al don del lenguaje […]. Por consiguiente, la admiración por lo que el lenguaje puede lograr si se lo usa adecuadamente —y como contraparte, el horror frente a lo que el lenguaje puede permitir cuando se le da un mal uso— es parte del arsenal del hombre instruido.
En ocasiones, me veo tentado a parafrasear a San Pablo y decir que hay tres virtudes fundamentales —la fe, la esperanza y la claridad— y que la mayor de ellas es la claridad. Dado que la iglesia y la escuela imitan a la publicidad y al gobierno en la degradación de su lengua materna, las instituciones educativas cristianas deben ser un refugio donde se respete el lenguaje y prevalezca la pureza del estilo.
En el principio era el Verbo: el don de la palabra sigue siendo el punto de contacto entre Dios y el hombre, y el punto en el que el diablo encuentra que el hombre es más vulnerable, […] pero el intelectual cristiano es aquel cuya lectura, escritura, habla y escucha se basan en la admiración y el respeto por el lenguaje como don divino […].
Un entusiasmo por la historia
La interpretación cristiana de la actividad de Dios en el mundo […] siempre se ha visto obligada a asimilar cambios, transformaciones, procesos y variaciones. Por lo tanto, la doctrina cristiana de Dios exige tener en consideración la doctrina del Espíritu Santo, ya que él es el Agente de cambio y el Fundamento de la variedad. Hay muchas dispensaciones, pero un solo Espíritu, que sigue obrando en la historia del pueblo de Dios, abriendo siempre la puerta a nuevas oportunidades y creando siempre una nueva diversidad mientras sigue siendo un único y mismo Espíritu.
Estar abiertos a ver la actividad del Espíritu, a pesar de lo impredecible que es; apreciar la diversidad que crea el Espíritu, aun cuando muchas veces sea inquietante para nuestras nociones preconcebidas; ser diligentes en seguir la guía del Espíritu en la iglesia, a pesar de lo innovadora que sigue siendo: ese es el entusiasmo por la historia que define al intelectual cristiano.
En este punto, también me ha servido el aporte de los denominados “estudios seculares”, particularmente, las ciencias sociales, que me han ofrecido nuevas ideas sobre la variación y el cambio en la historia humana. En lugar de entrar en pánico frente a estas ideas e intentar evadirlas, como lo ha hecho gran parte del pensamiento cristiano, necesitamos reconocer su validez y sus límites en la guía que ellas pueden darnos en lo que refiere al pensamiento y el comportamiento humanos.
El entusiasmo frente a la actividad de Dios en su infinita diversidad y unidad subyacente nos permite hacerle justicia a todo lo que los estudios actuales nos pueden decir sobre la personalidad humana y la sociedad humana. Nos da el coraje de trabajar por mejoras para la sociedad y la sabiduría de admitir lo limitadas que serán esas mejoras. Nos libera de la ansiedad que nos provoca la predisposición a salvarnos a nosotros mismos, que envenena la mente y la vida de tantas personas; y nos da la serenidad necesaria para enfrentar cada cambio, incluso, la realidad de nuestra propia muerte futura, con dignidad y fe.
Traducido por Micaela Ozores
Por Fernando Saraví:
Aunque este discurso fue pronunciado hace casi 60 años (1960), hoy es aún más relevante y pertinente. En primer lugar, porque durante décadas, la academia, el cine y los medios de difusión masiva han criticado la fe cristiana y la importancia del cristianismo en la cultura, empleando a menudo recursos ilícitos como la calumnia, la caricatura y la tergiversación. En segundo lugar, porque los hallazgos de la ciencia tienden a corroborar doctrinas cristianas como la creación ex nihilo. Y en tercer lugar, aunque quizás más importante, porque – como si respondieran a la exhortación del Dr. Pelikan – se han levantado numerosos intelectuales cristianos capaces de exponer y defender la fe y la cosmovisión cristiana. Esta última es singular tanto por su coherencia interna como por su capacidad de interpretar y explicar la realidad. Al mismo tiempo, hemos presenciado la decadencia de la cosmovisión modernista y su hija legítima, la cosmovisión posmodernista, incapaces de interpretar consistentemente nuestro propio ser y el mundo que nos rodea. Quizás desde el tiempo en que nació la fe cristiana, no ha habido otro tiempo más propicio para la formación de intelectuales cristianos que el presente. Debemos reconocer esto como una verdadera expresión de la multiforme gracia de Dios.
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