
Una mano que aparece de la nada y sosteniéndose en el aire escribe en una pared una frase en medio de un festín, provoca terror y zozobra en los concurrentes de cualquier bacanal. Momento de asombro y agitación en medio de la algarabía, el descuido y la risa embriagante; cae como un rayo inesperado que corta el aliento de los presentes. Observar algo tan antinatural como un miembro humano sin el resto del cuerpo balaceándose en lo alto para escribir una frase a la vista de todos, es chocante y deja aturdido al menos impresionable.
El pasaje de Daniel 5, sigue siendo una pieza literaria de sorprendente fascinación por su espeluznante truculencia. Como uno de los mejores relatos de drama y misterio alguna vez escrito por cualquier encumbrado escritor; la Biblia nos presenta esta escena inquietante también digna de una película de intriga y suspenso de un gran director. Los dedos de esa mano, con firmeza, rayaron el muro blanco con palabras ignotas e indescifrables para el rey y sus consejeros.
Esta sugestiva crónica se inscribe en la lista de prodigios que Dios realizó en la historia del pueblo hebreo. No más exótica que el pez grande que traga a Jonás y éste vive tres días dentro de su vientre. Pero, dado que esta última historia nos ha sido contada desde niños como el cuento de “Jonás y la ballena”, ya no parece impactarnos tanto. En cambio, este breve contorno pictórico dentro del gran cuadro dramático del anuncio por parte de Dios que los días del rey pronto finalizarían, parece más efectista que la otra historia. De nuevo, visualizando atentamente esa mano desmembrada apareciendo sorpresivamente elevada en un momento de relajamiento y disipación, es, a todas luces, un pensamiento perturbador aun para un lector pasivo que fantasea con ella.
El rey había banalizado los utensilios de adoración de los hebreos. Por lo tanto, merecía sobresaltarse por un espanto de la misma magnitud que su irreverencia. Un Dios celoso nunca soportaría tamaño sacrilegio de su culto. Es entonces cuando el Señor irrumpe abruptamente en la fiesta dionisíaca con un acto de teatro guiñol porque su señorío había sido mancillado. El rey y sus acólitos fueron aterrorizados para que tomaran registro de que algo inmanejable y superior se estaba expresando frente a ellos, con un recurso fuera de la humana comprensión.
Mene Mene Tekel Ufarsín (o Parsin), se trazó en la pared encalada. Además de tamaño toque macabro, la escritura era en lengua incomprensible. Por qué tanto misterio. La intriga debía prolongarse ante los azorados fiesteros y, como una novela por capítulos, en el último, el varón de Dios debía hacerse presente para demostrar que él estaba a las órdenes del Señor del universo, quien lo había dotado de sabiduría divina. Pero una cosa era segura; esos caracteres signados en la pared anunciaban el fin de un reinado. Y cuando caía un soberano, caían en desgracia también sus ministros y su cohorte de cortesanos y aduladores. Un castigo ejemplificador que pronto les sería revelado por Daniel.
Los dedos de una mano escribiendo robóticamente cumplieron una misión sentenciosa; proyectar drama sobre un ambiente orgiástico. Esa representación escénica fue el medio utilizado para teatralizar la situación dramática de la amonestación divina. Por qué no hubo un ser angelical de cuerpo entero apareciendo sorpresivamente para escribir esa grave sentencia. Esta será siempre una pregunta sin respuesta. No hay duda de que el enviado divino hubiese provocado igual conmoción, pero, seguramente, no hubiese impreso en el imaginario colectivo el titulado ciertamente publicista: “la mano en el aire”. A no dudar que este capítulo citado del libro profético, puede muy bien ser una página selecta de cualquier bibliografía de literatura de horror.