Desde hace décadas, sociólogos, líderes y ministros reflexivos del cristianismo han observado que los evangélicos muchas veces están obsesionados con el consumo. Uno de ellos escribió: “La mayor amenaza a la viabilidad de nuestra fe es el consumismo, un desafío mucho más abyecto e insidioso que ningún otro para el evangelio, debido a que, en muchos sentidos, nos atañe a todos y cada uno de nosotros”.
Estoy de acuerdo. No hemos discernido en nuestras culturas la idolatría de la adoración sistémica a Mamón (el dinero) (Mateo 6:24). No hemos confrontado el descontento, la avaricia, la percepción elevada de los propios derechos, la sensualidad y la sexualidad que corrompen a la iglesia. No hemos discernido la compatibilidad que hay entre el consumo masivo y la posmodernidad. No hemos reconocido que las aspiraciones imperialistas del consumismo constituyen un evangelio alternativo y un mandato cultural distorsionado (Génesis 1:26-28), una utopía apóstata en la tierra.
Para fomentar la reflexión sobre este tema, voy a proponerles tres paradigmas para que, a través de ellos, examinemos las influencias nocivas que el consumismo ha ejercido sobre la iglesia y la cultura.
El primero es el paradigma de la coerción, basado en la investigación de Douglas Rushkoff, quien escribió un libro titulada “Coercion: Why Do We Listen to What They Say?” [Coerción: ¿por qué escuchamos lo que ellos dicen?]. Allí, Rushkoff describe una intrincada red de medios de comunicación y marketing pensada para fomentar el consumo como estilo de vida y como matriz del sentido:
El propósito de la vida es comprar y vender cosas o incluso ideas, pero como todo comportamiento compulsivo, nuestras conductas de compra y venta tan solo crean una necesidad de comprar y vender más. Siempre hay una casa mejor, una computadora mejor o un distrito escolar mejor. Si tan solo pudiéramos ganar suficiente dinero para avanzar al próximo nivel […]. Somos lo que compramos y siempre podemos comprar algo mejor. Cuanto más compramos, más se desenvuelven las técnicas coercitivas que nos compelen a comprar aun más. Del mismo modo, siempre hay un empleo más lucrativo, una oficina más grande, un título de mayor rango o una posición de más autoridad, si tan solo logramos vender lo suficiente, complacer a suficientes clientes o ganar suficientes adeptos al progreso.
El segundo paradigma es el de la afluenza término creado por la combinación de las palabras “afluencia” e “influenza”. La afluenza es un descontento compulsivo, un “sentimiento de insatisfacción que resulta del esfuerzo por estar a la altura de” todos los demás. Nace de la envidia sistemática hacia los demás, de una “epidemia de estrés, trabajo excesivo, despilfarro y endeudamiento”, y de la esclavitud frente a una “adicción insostenible al crecimiento económico”. La afluenza es “un mal doloroso, contagioso y de transmisión social, cuyos síntomas son la sobrecarga, el endeudamiento, la ansiedad y el despilfarro como consecuencia del obstinado empeño por poseer más”.
El tercer paradigma es el del McWorld, una combinación de las palabras McDonald’s y Disney World. Esta expresión es un término acuñado por Benjamin Barber en su libro Jihad vs. McWorld: How Globalism and Tribalism are Reshaping the World [Yihad vs. McWorld: de qué forma la globalización y el tribalismo están reconfigurando el mundo]. Este autor describe el McWorld como “un imperio de sabores, imágenes, marcas y un estilo de vida determinados por los valores de comida rápida de McDonald’s y la fantasía de Disneylandia”. Muy probablemente, Barber coincidiría en que el McWorld es una cosmovisión que reafirma el slogan: “Compro, luego existo”. Para él, el consumismo es una “fantasía consumidora o una realidad virtual hecha realidad, 24 horas al día, 7 días a la semana”. Así es como él define el McWorld:
El McWorld es una experiencia de entretenimiento y consumo que une centros comerciales, multicines, parques temáticos, estadios y campos de deportes, cadenas de comida rápida (con sus inagotables lazos con el cine) y la televisión (redes de consumo) en una empresa vasta y única que, con el fin de maximizar sus ganancias, transforma a los seres humanos. […] El McWorld en sí mismo es un parque temático, un “Mercadolandia” donde todo está en venta, […] donde todos son iguales en tanto puedan pagar el precio de admisión y se contenten con ser espectadores y consumidores.
Para terminar, quiero dejarles algunas preguntas para reflexionar:
¿Hasta qué punto la iglesia evangélica argentina padece de afluenza?
¿Hasta qué punto el materialismo y la envidia motivan nuestros hábitos de consumo, nuestras aspiraciones económicas e incluso nuestra filiación política?
¿Por qué Disney World y otros parques temáticos norteamericanos son el destino turístico de muchos argentinos, tanto seculares como evangélicos?
¿Será que a veces preferimos un McWorld, un mundo de fantasía creado por el hombre, en vez del mundo real creado por Dios (aunque ahora esté corrompido por el pecado)?
¿Por qué compramos con frecuencia aparatos y aplicaciones de última tecnología?
¿Por qué la recepción de bodas y las fiestas de cumpleaños de algunos cristianos simulan espectáculos y concursos de Hollywood?
¿Están de acuerdo con la afirmación de que “la mayor amenaza a la viabilidad de nuestra fe es el consumismo”? ¿Por qué sí? ¿Por qué no?