Muchas veces pasa que, en ese momento en que por primera vez somos creyentes, nuestra conversión se parece al cumpleaños de un niño. Hay muchos regalos, sorpresas, torta, celebración y afecto. Quizás incluso pensemos en nuestros adentros: “¡Guau! ¡Conocer a Dios es como una gran fiesta! ¿Por qué no me convertí antes?”.
Sin embargo, unos años más tarde, cuando alcanzamos la adolescencia espiritual, la vida real empieza presionarnos y demanda nuestra atención. Ahora bien, hay expectativas que se han depositado sobre nosotros, tales como las obligaciones de la escuela y las responsabilidades de casa. Además, hay cambios biológicos. Nuestro cuerpo demanda atención y nos traiciona. Las hormonas nos sacuden de un lado al otro, tanto en un sentido emocional como en un sentido físico. Luchamos con rebeldía y anhelamos la autenticidad personal. La vida se vuelve más complicada y nos deja perplejos. Ya no es solo una fiesta.
Quizás también, durante esa transición, experimentamos por primera vez el verdadero sufrimiento. En nuestra familia, los abuelos envejecen y mueren. Tal vez en el hogar las relaciones sean disfuncionales o abusivas. Tal vez experimentemos o veamos enfermedad e injusticia. Tal vez por primera vez reconozcamos que el mundo en su extensión está lleno de confusión y tragedia. La vida ya no es más una fiesta.
La imagen del crecimiento personal desde la niñez, pasando por la adolescencia, hasta la adultez es una metáfora del proceso de madurez espiritual y santificación. A veces, la adolescencia puede llegar a ser una etapa bastante turbulenta. Durante ese período, quizás nos digamos en nuestros adentros: “¡Guau! Si conocer a Dios es como alcanzar la pubertad, con sus granos, deseos incontrolables e inseguridades personales, entonces ¡¿pará qué me convertí?!”.
Es en ese tiempo de adolescencia en el que buscamos la madurez cuando Dios muchas veces se ve muy enigmático, incluso hostil. De hecho, su comportamiento podría describirse con una frase célebre de Winston Churchill acerca de los rusos durante la segunda guerra mundial: “No puedo predecir las acciones de Rusia. Son un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma…”.
No obstante, por fortuna, tenemos en nuestras manos el libro de oración del antiguo Israel, pueblo que vivió su buena cuota de experiencias enigmáticas con Dios. En los Salmos, somos testigos de su aflicción y aprendemos modelos de oración para los momentos de oscuridad espiritual y perplejidad. En términos generales, Israel expresó sus lamentaciones de tres maneras cuando se enfrentó a “un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma” divino.
“¿Por qué?”: Cuando lo que Dios hace no tiene sentido
Salmos 10:1: Señor, ¿por qué estás tan lejos? ¿Por qué te escondes en momentos de angustia?
Salmos 22:1: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos, y no vienes a salvarme? ¿Por qué no atiendes mi clamor?
Salmos 42:9: Dios mío y Roca mía, yo te pregunto: ¿Por qué te has olvidado de mí? ¿Por qué debo andar acongojado y sufrir por la opresión del enemigo?
Salmos 44:24: ¿Por qué te escondes de nosotros? ¿Por qué te olvidas de la opresión que sufrimos?
“¿Hasta cuándo?”: Cuando Dios se demora
Salmos 6:3: Mi alma también está muy angustiada; y tú, oh Señor, ¿hasta cuándo?
Salmos 13:1-2: ¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro? ¿Te olvidarás de mí para siempre? ¿Hasta cuándo debo estar angustiado, y andar triste todo el día? ¿Hasta cuándo mi adversario me dominará?
Salmos 35:17: ¿Hasta cuándo, Señor, estarás mirando? Rescata mi alma de sus estragos, mi única vida de los leones.
Salmos 90:13: Vuelve, Señor; ¿hasta cuándo? y compadécete de tus siervos.
Salmos 94:3: ¿Hasta cuándo los impíos, Señor, hasta cuándo los impíos se regocijarán?
Salmos 119:84: ¿Cuántos son los días de tu siervo? ¿Cuándo harás juicio contra mis perseguidores?
“¿Dónde estás?”: Cuando Dios permanece en silencio
Salmos 18:41: Clamaron, mas no hubo quién los salvara; aun al Señor clamaron, mas no les respondió.
Salmos 27:9: No escondas tu rostro de mí; no rechaces con ira a tu siervo; tú has sido mi ayuda. No me abandones ni me desampares, oh Dios de mi salvación.
Salmos 28:1: A ti clamaré, oh Señor. Roca mía, no te desentiendas de mí, para que no sea yo, dejándome tú, semejante a los que descienden al sepulcro.
Salmos 35:22: Tú lo has visto, Señor, no calles; Señor, no estés lejos de mí.
Salmos 44:24: ¿Por qué te escondes de nosotros? ¿Por qué te olvidas de la opresión que sufrimos?
Salmos 77:7-9: ¿Rechazará el Señor para siempre, y no mostrará más su favor? ¿Ha cesado para siempre su misericordia? ¿Ha terminado para siempre su promesa? ¿Ha olvidado Dios tener piedad, o ha retirado con su ira su compasión?
Salmos 83:1: Oh Dios, no permanezcas en silencio; no calles, oh Dios, ni te quedes quieto.
Salmos 88:14: Señor, ¿por qué me rechazas? ¿Por qué escondes de mí tu rostro?
Por eso, durante nuestra adolescencia espiritual, cuando Dios se ve a nuestros ojos incomprensible (inexplicable, desconcertante, insondable), cuando se demora en su respuesta (por medio de la inacción y los obstáculos, reveses e interrupciones) y cuando calla (cuando lo vemos indiferente, sentimos que nos rechaza, que no responde, que es impasible), podemos tener la certeza de que esas experiencias no nos afectan únicamente a nosotros. Sabemos que los santos del Antiguo Testamento atravesaron pruebas similares. Sabemos también, gracias a sus oraciones, cómo actuar durante la aflicción. Y lo mejor de todo, sabemos por medio de 1 Pedro 4:12-13:
Amados hermanos, no se sorprendan de la prueba de fuego a que se ven sometidos, como si les estuviera sucediendo algo extraño. Al contrario, alégrense de ser partícipes de los sufrimientos de Cristo, para que también se alegren grandemente cuando la gloria de Cristo se revele.
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